Cierto día correspondiente a una luna nueva de un año lluvioso de un siglo postmilenario, un hombre, de cuya edad era difícil estar seguro, bajó por los senderos de olivos a paso calmo y constante, y se reunió en una plaza donde pacían animales y se comerciaban especias. De improviso, la multitud de personas que regateaban, intercambiaban noticias y parloteaban sin descanso se voltearon para ver al hombre que llevaba un cinturón dorado en el cinto, y atado a éste un tubo de oricalco, el material de los atlantes, de donde surgía un ruido inaudible que los sometía y lastimaba sin que siquiera lo notaran realmente. Las gentes comenzaron a exaltarse, se sentían angustiadas y pasadas a llevar, mas no sabían realmente el porqué, y entonces el hombre clamó a viva voz:
—Vosotros, gente de bien, estáis igualmente sometidos por algo que no conocéis, que os fustiga y que os impide ser realmente libres.
—¿Quién eres tú para decirnos que no somos libres? —preguntó uno de los presenciantes, angustiado.
—Yo soy uno de vosotros, pero que ya es libre.
—Me siento angustiado. Algo me presiona las sienes y el pecho y no sé qué es. Haz algo o te echaremos pronto. —Y dicho esto, el artefacto de oricalco dejó de emitir sus molestos infrasonidos, y la gente pareció aliviarse.
—Ya os he librado de vuestro tormento inaudible, mas, ahora que tengo vuestra atención, os contaré una historia. —Y la historia fue contada, como sigue:
»Antes del tiempo del no tiempo, en las épocas de mayor oscuridad y vicio, el mundo dormía bajo el alero de un pesar invisible, inaudible y fustigante, como el que acaba de esclavizaros hasta hace poco, sólo que miles de veces peor. Tal era el miedo y la angustia que provocaba, que se generaban inmensas batallas, se quemaban a personas vivas en grandes hogueras, se partían a la mitad mientras aún podía oírseles pedir clemencia, se les encerraba en cámaras venenosas y se las acusaba de los males que asolaban a la Tierra. Hasta que un día, ciertas gentes de bien comenzaron a rebelarse contra este mal invisible. Construyeron aparatos que lo hacían accesible al ojo y a la mano, y comprendieron su origen, su causa y su conducta, y así pudieron encerrarlo.
»Lo podéis llamar genio, dios, demonio, o como deseéis. La gente que se rebeló contra este mal lo llamó Yenomá, y es el poder divino que nos convierte en miserables, alegres, buenos o malos. Así fue como algunos intrépidos lograron vencerlo y domesticarlo. Y así es como, una vez que cada uno decide cómo criar al suyo, este poder divino domesticado deja de ser peligroso, y nos hace libres. Por eso debéis estar agradecidos, porque sois realmente libres si realmente sabéis manipular a vuestro Yenomá interior.
Terminado el discurso, y ya sin el pesar tormentoso del infrasonido, la gente reflexionó, y se sintió agradecida de poder ser dueña de su Yenomá, y no su esclava como en los tiempos ancestrales, donde este genio, demonio o dios, era invisible e inaccesible, y determinaba con mano de titiritero las acciones de sus marionetas humanas, causándoles dolor, agonía y muerte.
Esperando que no les haya desagradado, sino que les inspire a domesticar a su Yenomá, saluda cordialmente, a todos los cibernautas transhumanistas, el blogger Rodrigo Leyton R.
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